• Hermosillo, Sonora, México a     |  Año 29 No. 11    

Ya son diez

Omar Alí López Herrera / [email protected]




Nota publicada: 2025-11-05

Sin Medias Tintas.

Ya son diez.


Por Omar Alí López Herrera.

 

La noche del 1 de noviembre, en medio del incienso y los altares de Día de Muertos, la violencia volvió a recordarle a Michoacán que la vida ahí es un eterno altar; pero sin velas encendidas.

Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, fue asesinado de siete disparos durante un evento público, frente a su gente, frente a su cerco de seguridad federal y frente a la costumbre de mirar y no mirar. El agresor cayó también, pero el daño ya estaba hecho, y una ciudad entera quedó suspendida en un silencio que solo se rompe con las sirenas y balazos.

Me cuesta trabajo escribir de esto, porque es evidente que Manzo no era un político cualquiera; tenía claridad, arrojo y valor. En un estado donde los ayuntamientos suelen arrodillarse ante las órdenes del crimen organizado, él había desafiado ese pacto tácito del miedo.

Por sus constantes pedidos de ayuda al gobierno federal, por su temor a ser asesinado, por las amenazas que recibía y publicitaba, y por la bofetada que le propinó a un oficial de la Guardia Nacional, se había ganado la simpatía de millones de mexicanos hartos de la inseguridad y de vivir con miedo.

Él ya había denunciado abusos, extorsiones y había comenzado por limpiar la nómina municipal de nombres “comprometidos”. Y quizá su principal pecado fue hacerlo sin pedir permiso, y por eso su muerte. Un asesinato no solo de un hombre, sino también de una idea demasiado peligrosa para sobrevivir en Michoacán.

Como se vio en videos virales de redes sociales, las calles de Uruapan ardieron después. No con la furia de un linchamiento, sino con la rabia sorda de un pueblo que ya no cree en las promesas de seguridad.

Las marchas en Morelia y los destrozos en Apatzingán son el eco de una frustración colectiva, porque al parecer el crimen organizado se ha vuelto la única “autoridad” que cumple lo que promete. Mientras tanto, el discurso oficial habló de investigaciones, de refuerzos de la Guardia Nacional y de un plan Michoacán por la paz y la justicia. Solo palabras… que dichas tantas veces ya suenan a plegarias, pero sin fe.

El asesinato de Manzo no solo representa el décimo presidente municipal asesinado, sino que abre una herida política que va más allá de Michoacán, porque en un país donde el poder local se ha vuelto zona de guerra, también es un aviso para los que todavía creen que se puede gobernar sin negociar con el miedo. Y para la sociedad, un recordatorio de que la democracia municipal está en ruinas, sostenida por los pocos que aún se atreven a firmar con su nombre.

Grecia Quiróz, su viuda, asumirá la presidencia municipal. Lo hará rodeada de cámaras, escoltas y promesas de justicia. Pero detrás del acto protocolario queda la pregunta que nadie quiere responder: ¿de qué sirve cambiar de alcalde si el que manda sigue siendo el mismo? El poder en Michoacán —como en tantos otros rincones del país— no se mide en votos, sino en balas.

Las implicaciones sociales del crimen son profundas, porque cada asesinato político erosiona un poco más la idea de que el Estado puede proteger a sus propios representantes. Cada protesta sin consecuencias alimenta la sensación de que la violencia no tiene precio, y cada ciudadano que calla, por miedo o resignación, contribuye a normalizar lo insoportable.

Carlos Manzo fue sepultado entre flores, discursos y promesas de justicia. Pero su muerte deja viva una certeza: Michoacán y México no necesitan más estrategias, necesitan memoria. Y quizá, algún día, la valentía de no olvidar que hubo un alcalde que decidió enfrentarse al poder real —ese que no aparece en las boletas— y que por eso murió frente a su gente, en una de las noches más mexicanas del año.

Si un alcalde con reflectores mediáticos muere acribillado, ¿qué esperanza queda para el ciudadano común?

 



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