
Nota publicada: 2025-07-28
Renuncié. Emprendí. Y fracasé. No por falta de ganas. Ni por falta de dinero. Fallé por haberme ido con el impulso equivocado: el de escapar, no el de construir.
Recuerdo perfecto el día. Era viernes por la tarde. Entré a la oficina del hijo del dueño con una sonrisa que no se me podía borrar. Me senté frente a él y le dije, sin rodeos: “Hasta aquí llego. Voy a poner mi propio negocio”. Pero eso era solo media verdad.
La verdad completa es que lo estaba mandando al diablo. Que estaba harto. Que me dolía la dignidad de tanto aguantar gritos y humillaciones. Que lo que realmente me motivaba no era emprender… era irme. Era escapar.
Había aguantado todo porque tenía una meta: juntar el capital suficiente para poder decir “ya no los necesito”. Había contado cada peso, me había privado de todo. Esa cifra que tenía en la cabeza se volvió mi obsesión. Era el número de mi libertad.
Emprendí para escapar y terminé fracasando: la historia que pocos cuentan
Desde los 20 trabajaba y ahorraba. No tenía privilegios, pero sí una obsesión clara. Sabía que quería emprender. Que algún día lo iba a hacer. Que mi trabajo actual era una etapa, una especie de beca con salario para aprender.
Siempre me sentí emprendedor, aunque mi camino me llevó a ser empleado. Pero no cualquier empleado.
Era de los que pensaban como si el negocio fuera suyo. Que operaban con hambre y cuidado. Hoy sé que eso tiene un nombre: intrapreneur. Pero en ese momento solo sabía que no estaba hecho para seguir órdenes toda la vida.
El día que renuncié, tenía lo que según muchos es lo más difícil: capital. También tenía experiencia comercial, intuición y muchas ganas. Pero no tenía idea. Literal. No tenía un producto, ni una necesidad identificada, ni una propuesta concreta. Solo tenía prisa.
No renuncies por enojo: las duras lecciones de un emprendedor arrepentido
Quería emprender ya. Sentía que a mis 25 ya iba tarde. Y como muchos que están en esa etapa, pensé que lo de menos era “inventar algo”. Que las ideas llegan cuando tienes el tiempo. Y yo ya tenía eso: tiempo y dinero.
Vi que había una moda: agencias de diseño gráfico para empresas pequeñas. En ese entonces no existían redes sociales. Si querías anunciarte, lo hacías en radio, periódico o con volantes. Así que decidí abrir una agencia.
La idea era simple: rentar oficina, ponerle nombre (la llamé “Rent a Staff”), tener papelería elegante y reclutar diseñadores jóvenes. El diferencial… no estaba claro. Pero yo confiaba en mi capacidad para vender.
Conseguí crédito para las computadoras. Invertí en mobiliario. Armé un pequeño equipo. Empecé a buscar clientes. Pero pronto descubrí algo que nunca consideré: todos ofrecían lo mismo. Y cuando ofreces lo mismo que otros, compites en lo peor: precio.
Yo no tenía marca. No tenía reputación. No tenía historia. Así que terminé cobrando lo que fuera, por lo que fuera. Logos a $200 pesos. Diseños por trueque. Me volví experto en sobrevivir… pero no en crecer.
Y así pasaban los días, mientras veía cómo esa cifra de mi libertad se empezaba a achicar.
No fue un mal negocio. Fue un mal momento. Una mala decisión de fondo: emprender sin tener una razón más profunda que huir.
Cerré. Porque se me acabó el dinero. Porque la idea no daba para pagar ni mis sopas.
Pero fue, sin duda, la educación más cara que he pagado. Y también la más valiosa.
Emprendí por la peor razón (cómo evitarla)
Quería ser mi propio jefe… y terminé siendo mi propio problema. Es la verdad, así como estas lecciones que me dejó fracasar:
No renuncies porque odias a tu jefe. Emprender por enojo es como casarte por despecho.
El dinero es solo gasolina. Si no sabes a dónde vas, igual te vas a estrellar.
No tener idea es un problema real. Las ganas no sustituyen una necesidad de mercado.
Copiar no es estrategia. Cuando haces lo que todos hacen, te vuelves un precio más en la lista.
Tu tiempo tiene fecha de caducidad. Cada mes que no vendes, te acercas al abismo.
Vender no es lo mismo que emprender. Una cosa es cerrar tratos. Otra es construir estructuras.
Emprender sin propósito es otra forma de perderte. La libertad real no viene del enojo. Viene de la claridad.
Hoy lo veo claro: no se trata solo de querer ser tu propio jefe. Se trata de tener algo que aportar, una necesidad que resolver, una propuesta que no exista. Porque si no empiezas por el problema, tu negocio empieza con uno.