Nota publicada: 2025-03-18
Sin Medias Tintas
Cuando la tierra habla.
Omar Alí López Herrera
Pocos sabían de Teuchitlán, Jalisco. Se conocían los guachimontones, esos círculos concéntricos de piedra que narran un pasado glorioso y lleno de misterio que envuelve a las antiguas civilizaciones. Pero hoy, en lugar de los ecos de los ancestros, lo que resuena es el grito ahogado de la violencia. Teuchitlán es también crónica negra.
En un país donde la violencia se está normalizando, la noticia de Teuchitlán nos dejó a todos con un nudo en la garganta. No se trataba de un hallazgo común, sino de fosas clandestinas donde se incineraron quién sabe cuántos cuerpos.
La tierra habló, pero no con la voz de los ancestros, sino con las cenizas de las víctimas de un presente que seguimos sin entender. El olor a muerte impregnó el aire mientras los Guerreros Buscadores desenterraban lo que parecía un nuevo testimonio de la barbarie de los cárteles: un campo de exterminio. "Seis lotes óseos en cuatro espacios" con cuerpos, algunos con signos de tortura, se ha convertido en la prueba irrefutable del infierno en el que hemos convertido nuestro hogar.
México tiene un talento innato para la tragedia. No la que se representa en escenarios, sino la que se escenifica en las calles, en fosas improvisadas, en terrenos baldíos o casas abandonadas que se convierten en cementerios anónimos. Y, como en cualquier obra mal dirigida, los actores principales siempre parecen desentenderse de su papel.
Las autoridades prometen justicia mientras que otros piden no politizar el hecho ni mal interpretar una sola foto con cientos de pares zapatos. Mientras tanto, al darse la noticia, los familiares de desaparecidos comenzaron a peregrinar por morgues y oficinas con la esperanza de encontrar, al menos, los restos de los suyos. Porque en este país la justicia es un lujo; la resignación, en cambio, es un hábito.
Si algo nos ha enseñado la historia reciente es que México es un mapa de fosas clandestinas. Desde Tamaulipas hasta Veracruz y desde Sonora hasta Jalisco, la tierra ha sido perforada una y otra vez para ocultar los horrores que preferimos no ver. Según datos oficiales, se encontraron 2,863 fosas clandestinas del 2018 al 2023 años —5,000 en 20 años. En 2023 se dejó de actualizar la información—. Teuchitlán solo es un nuevo punto en esta geografía del horror.
Pero, ¿qué tan sorprendente es este hallazgo? En un país donde la desaparición se ha convertido en un fenómeno cotidiano, el asombro parece otro lujo que ya no podemos permitirnos. Vivimos en un escenario donde los muertos son números y los desaparecidos, estadísticas. Teuchitlán es solo una prueba más de que la violencia en México no es un evento aislado, sino un sistema bien aceitado que opera con la complicidad del silencio.
Resulta particularmente grotesco que Teuchitlán, un lugar famoso por sus ruinas arqueológicas, termine albergando ruinas humanas y escondiendo cuerpos.
Detrás de cada fosa clandestina hay un sistema bien estructurado donde la vida humana tiene un precio que varía según el contexto, porque la violencia en México no es solo un fenómeno social; es una industria. Los cárteles no solo trafican drogas, sino también personas, y la desaparición forzada se ha convertido en una herramienta de control territorial, en una estrategia para sembrar terror en comunidades enteras.
El gobierno asegura que la violencia en el país es consecuencia del reacomodo de cárteles —cuando no culpan a Calderón—. Lo dice como si estuviéramos hablando del clima o de algún evento cíclico inevitable. “Es parte de la lucha entre grupos criminales”, repiten también los analistas, con un tono casi burocrático, como si la muerte en masa fuera un problema logístico más que una tragedia humana.
Los cadáveres emergen, pero los responsables “siguen bajo tierra”; porque al parecer la justicia prefiere caminar en círculos. Se detienen a algunos y se ofrendan otros; pero, al final del día, el problema sigue ahí. La violencia no disminuye, solo cambia de ubicación.
Y mientras tanto los familiares de las víctimas siguen con sus búsquedas, con sus marchas, con sus preguntas sin respuesta. Porque en México, la muerte es rápida, pero la justicia es eterna… en su espera.
Y si hay algo peor que la violencia, es la normalización de la violencia. Nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de horrores. Se presentan las cifras de desaparecidos con la misma naturalidad con la que se informa el precio del dólar. Las redes sociales se llenan de una indignación efímera, que dura lo que tarda en aparecer el siguiente escándalo o cortina de humo.
El problema no es solo la impunidad oficial, sino también la apatía colectiva. Hemos aprendido a convivir con la muerte, a esquivar la realidad con memes y Netflix. Nos quejamos, sí, pero con la certeza de que mañana todo seguirá igual. Porque en México, el miedo no paraliza; anestesia.
Teuchitlán debería ser un sitio de memoria por los restos de nuestro fracaso como nación. Cada fosa clandestina es un recordatorio de que seguimos sin entender el verdadero problema: La violencia no es solo culpa del crimen organizado; es también resultado de la indiferencia social.
En México, la tierra esconde historia, pero también oculta tragedias. Y mientras sigamos viendo la muerte como un problema ajeno, seguiremos cavando nuestra propia fosa, una palada de olvido a la vez.