• Hermosillo, Sonora, México a 2025-04-21  |  Año 29 No. 11    

Texcoco: La expresión y la censura.


Nota publicada: 2025-04-21

Sin Medias Tintas.

Texcoco: La expresión y la censura.

Omar Alí López Herrera.

 

La multitud destrozó el escenario tras la negativa de un intérprete a cantar narcocorridos en la Feria Internacional del Caballo de Texcoco. Aunque no lo parezca, lo sucedido plantea una pregunta filosófica importante: ¿Cuáles son los límites de la libertad en una sociedad que aspira al orden y a la autenticidad? Creo que lo ocurrido exige una mirada al papel de la música en la conformación de la conciencia colectiva.

Se entiende que la decisión de impedir que se canten ciertos temas sea una lógica estatal de protección social; pero el estallido violento sin embargo evidencia un conflicto entre dos nociones de libertad: la autonomía artística y la regulación del bien común. ¿Puede una democracia aceptar la censura cultural sin traicionar sus principios fundacionales?

La música ha sido históricamente un medio para expresar lo que no encuentra lugar en el discurso oficial. En los corridos, como en los mitos antiguos, se narran hazañas, miedos y deseos de una comunidad. Suprimir una manifestación artística es delimitar lo decible y lo pensable. ¿Quién puede erigirse en árbitro de los límites del arte?

Este fenómeno no es exclusivo de México. En Colombia, el vallenato ha sido criticado por idealizar a los narcotraficantes, y en Estados Unidos, el gangsta rap ha enfrentado audiencias congresionales por su contenido violento. En ambos casos, los intentos de prohibición no solo fracasaron, sino que aumentaron la popularidad de esos géneros.

Michel Foucault advertía que el poder opera a través del control del discurso. Decidir qué se puede decir es ejercer una forma sutil de dominación. La censura musical es una tentativa de imponer una verdad oficial, despojando a las comunidades de sus propias narrativas. Pero tampoco puede ignorarse el poder performativo de la música, porque las canciones configuran imaginarios y legitiman modelos de vida. En un país atravesado por la violencia, es razonable preguntarse si ciertos contenidos contribuyen a la normalización del miedo y la apología del dinero fácil.

Algunos artistas defienden su obra como espejo de la realidad. "No creamos la realidad; la reflejamos. Si quieren cambiar nuestras letras, cambien primero las calles", declaró un reconocido compositor de narcocorridos. Esta lógica invita a mirar el arte como síntoma más que como causa, pero no resuelve el problema de su influencia.

Theodor Adorno advertía que la cultura de masas tiende a reproducir las lógicas del sistema dominante y, en ese sentido, los corridos bélicos, más que gritos populares, podrían responder a estrategias de mercado. Un análisis de Universal Music Group muestra que los narcocorridos superan en cinco veces las reproducciones digitales de otros géneros regionales, lo que evidencia el peso de los intereses económicos.

En mi opinión el dilema no se reduce a la dicotomía entre censura y permisividad. La cuestión aquí es cómo construir una cultura que no reproduzca los ciclos de violencia. Ciudades como Medellín, por ejemplo, han demostrado que las políticas culturales inclusivas pueden ofrecer alternativas viables a jóvenes que, de otro modo, adoptarían al narco como modelo aspiracional.

Cesare Beccaria defendía que la prevención del delito debe basarse más en la ilustración y la educación que en el castigo. En esta línea —que comparto—, prohibir expresiones artísticas sin atender las causas que les dan origen es no solo ineficaz, sino profundamente injusto. Beccaria también sostenía que toda sanción debe ser racional y proporcionada, y es por eso que una censura generalizada atenta contra este principio ilustrado.

Lo de Texcoco nos revela una fractura entre el Estado y ciertas comunidades, porque cuando los narcocorridos generan más identificación que los discursos institucionales, el problema no es estético, sino estructural. El arte canta lo que el poder calla: la ausencia de oportunidades, la impunidad, el abandono.

Creo que la respuesta no está en la supresión, sino en la formación crítica. Fomentar una educación estética y ética que permita discernir lo que se escucha puede resultar más efectivo que cualquier veto. Una ciudadanía formada en el pensamiento crítico puede enfrentar los mensajes del arte sin caer en el adoctrinamiento ni en la censura.

El incidente en Texcoco no es simplemente violencia en un concierto; es un síntoma de la ansiedad cultural de un país que aún no resuelve su relación con el poder, la legalidad y la representación simbólica. Y aunque mi amigo Heriberto no comparta esta opinión, creo que una sociedad que teme al arte porque no sabe interpretarlo está en riesgo de perder su capacidad de pensar libremente.

La verdadera disyuntiva no es permitir o prohibir, sino comprender o simplificar. Comprender exige diálogo, no imposición. Es decir, espacios donde artistas, académicos, autoridades y comunidades puedan confrontar sus contradicciones sin anatemas ni dogmas.

El arte debe recuperarse como interrogación, no como consigna. Porque en los narcocorridos, con todas sus controversias, laten preguntas que ningún informe gubernamental ha podido responder del todo. Como escribió Hans-Georg Gadamer: "El arte no es solo un reflejo, sino una luz que nos permite ver lo que de otro modo permanecería en la oscuridad".

Donde hay arte, hay preguntas… y donde hay preguntas, hay posibilidad de cambio.

 



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